La pareja ideal. Almudena Grandes
Ella se enteró por su mejor amiga.
–¡Está aquí! Ha vuelto, tía, de verdad, me lo encontré el domingo en
el portal de la casa de mi madre y no me lo podía creer, está igual,
tendrías…
–Pero ¿quién?
A él se lo contó su hermano, en la sobremesa de una paella dominguera y familiar.
–Pues la mujer de tu vida lleva un año divorciada, no creas.
–La mujer de mi vida… ¿Cuál?
Los dos habían sido la primera pareja del otro. Cuando se conocieron
no habían acabado el bachillerato. Él tenía 15 años, ella 14, y los dos
eran muy guapos, cada uno en su estilo, un tanto brusco él, un pelín
cursi ella, de tal manera que sus excesos se anulaban entre sí para
crear un perfecto equilibrio. Hacían tan buena pareja como si cada uno
de los dos hubiera nacido sólo para enamorarse del otro, y desde luego
se enamoraron, con ese amor apasionadamente radical, radicalmente
ingenuo, ingenuamente apasionado, de los adolescentes.
Cuando traspasaron esa barrera seguían juntos, hasta convencidos de
que seguirían estándolo toda su vida, y sin embargo, en el verano de sus
20 años, él se fue de viaje por media Europa con dos amigos, mientras
ella pasaba unos días de vacaciones en el chalet que los padres de una
de sus amigas tenían en la costa. Y al volver a Madrid, él no la llamó. Y
al comprobar que no llamaba, llamó ella. Él sólo se puso en el tercer
intento, y quedaron en su bar de siempre, donde sonaba la música de
siempre, y los camareros de siempre les pusieron sus copas de siempre en
su mesa de siempre. Allí rompieron de una forma más serena que
civilizada, porque los dos estaban de acuerdo. Yo es que no estoy
segura, dijo ella, tan cursi como de costumbre. Yo no puedo más, añadió
él, aportando el adecuado contrapunto de brusquedad.
Aquella noche, sus respectivas madres no pudieron dormir, y a la
mañana siguiente, en el desayuno, sus hermanos no hablaron de otra cosa.
La noticia se fue extendiendo, y el asombro, la tristeza, la
estupefacción de quienes les conocían fueron levantando a su alrededor
un cerco tan insoportable –¿pero cómo has hecho eso?, ¿pero tú te has
vuelto loca?, ¿pero no te das cuenta de que estáis hechos el uno para el
otro?– que los dos tuvieron a la vez la misma idea. Ella se fue a París
a terminar la carrera. Él, que la había terminado ya, se largó a Tarifa
y montó un chiringuito de surferos. Después regresaron y volvieron a
marcharse, se casaron y se separaron, fueron, volvieron, y de vez en
cuando él se acordó de ella, ella de él, y ambos pensaban en cómo habría
sido su vida si hubieran acatado aquel misterioso mandato del destino,
que parecía empeñado en unirles para siempre. Los dos se arrepintieron
alguna vez de haberse separado, pero olvidaron igual de deprisa ese
arrepentimiento.
Y aquí están. Los amigos, los hermanos, los padres y las madres se
han puesto tan pesados que han quedado a tomar una caña en el bar que
ocupa ahora el local de aquel otro bar que para ellos era el de siempre.
Se reconocen a la primera, sin vacilar, porque ninguno de los dos ha
cambiado mucho. Al borde de los 50, él, pelo más bien largo, canoso,
perpetua barba de tres días, la piel bronceada y el cuerpo flexible por
el ejercicio diario, sigue siendo atractivo. Ella se ha cuidado tanto,
ha hecho tanta dieta, tanto ejercicio, que a primera vista parece la
misma, aunque ya no es cursi y tiene arrugas de tanto reírse.
Al encontrarse, los dos deciden que su primer amor sigue siendo una
persona atractiva. Y al besarse, se emocionan un poco. Por eso los dos
sienten a la vez que les están fallando los pies, como si empezaran a
balancearse en el borde de un abismo, pero al final todo sale bien.
Cuando empiezan a hablar, resulta que él se ha hecho del Madrid y
ella sigue siendo del Atleti. Él no ha tenido hijos, ella tiene dos.
Ella pide una cerveza sin alcohol y eso él nunca ha podido entenderlo.
Lo que ella no entiende es que él no vaya a votar. ¿Y sigues viviendo
aquí, en el barrio? Sí, estoy encantada. Yo no podría. ¿No?, pues a mí
no me gusta el campo. ¿En serio? Pues no sabes lo que te pierdes, por
cierto, ¿quieres otra? No, me voy a ir ya, que tengo que hacer la
comida. Ya, yo también tengo prisa, pero déjame que te invite. No. Sí,
Que no, de verdad. Que sí, que me apetece mucho volver a pagarte una
caña, aunque sea de mentira…
Entonces ella sonríe. Él también. Se despiden, se besan, y cada uno
se va en dirección contraria. Él, incluso, corre un poco. Ella se limita
a andar deprisa. Los dos tienen la misma cara de alivio.
Artículo extraído de elpais.com http://elpais.com/elpais/2014/11/14/eps/1415989540_130424.html
1 comentario:
Me ha gustado mucho el texto, una pena que no todos los reecuentros terminen con esa cara de alivio.
Reencuentros...y desencuentros...
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